A mi rojita, por abrirme la puerta.

Matar a Charly García no era el plan, llegó en automático cuando liberé las palabras.

Como un presagio, siempre que el bigote bicolor aparecía en el noticiero intuía que un día, cercano o no, de un salto, el hombre no iba a caer afortunado en la piscina, y que, pasando los años, un noveno piso le cobraría todas las facturas.

La imagen la tengo clara: el loco despernancado lanzándose al vacío desde la ventana de su cuarto en el Hotel Aconcagua, lejos, en Mendoza, un día de marzo en el 2000. Un borrón low-fi de una caída asincrónica en el azul clorhídrico de la piscina del hotel, visto en la pantalla chiqui- ta de una Sanyo. Un Charly García fuera de foco flotando pacífico, como pato de hule sonriéndole a la cámara, se- gundos después de hiperventilar al cono sur cayéndose del cielo, con sonrisa de “Heme aquí, me empujó el diablo y Dios me recibió con sus manitas aguadas”.

Los años llegaron y con ellos no así la noticia de Charly muerto, aplastado contra el concreto, baleado a la salida de barecito de la luz azul, desaparecido por la AFI, demolido, desmembrado o suicidado. Charly sobrevivió.

Colombia, en cambio no, miles fueron privados de respirar el aire maluco nacional. En la época donde más de 61 co- lombianos se iban al foso cada 24 horas, no murió un solo rockero, no hubo poder latino que los matara de la forma debida. Se moría el panadero al que le tumbaban la harina con la que desde temprano se iba a poner a moldear mogollas en el Salitre, se moría también el mensajero al que otro hijueputa atropellaba en un semáforo de la Caracas porque se le atravesó en bicicleta, moría el guerrillero pisando una mina que él mismo sembró una semana antes para dejar sin piernitas a unos niños en Saravena, las botas del camarada volaron por los aires con las patas aún dentro. Se morían todos en Colombia sin poder contar sus historias, sin espacio en los noticiosos. Pero no se moría el rock.

Charly, el gran jefe, debía partir entre una coda sublime de triadas mayores escritas, entre whiskys, casetes y calles mal transitadas por ampones del tercer mundo. Por eso me previne, me adelanté.

Yo Maté a Charly García es mi tributo al genio que nos hizo el puto favor de sacarnos el estruendo, de untarnos pomada en las heridas que dejó Menudo, que abrieron los Chamos. Charly y su música fueron un bálsamo de descubrimiento, propósito y combustible.

Todo lo escrito en este libro, que es más un mixtape como los tantos que mi hermano y yo grabamos durante dos décadas, es una ficción producto de mi amor a la Pasajera en Trance y a los punketos que en los noventa

“patoneabamos” las calles de Bogotá, a la salsa de Andrés Caicedo, a la policía nacional que se cagó más de una fiesta y a los que por ahí nos cruzamos. A mis amigos, con los que medí muchas cuadras.

En este camino de narrar pendejadas, me descubrí lejos de esas esquinas, de mi tierra, esforzándome por ordenar un amasijo de información apelmazada de canciones que ya no están, de caras y sombras fundidas en la distancia de la patria, escondidas en los pelos que después de un tiempo salen en las orejas. Me encontré algunos pa- sajes que pegué con el Resistol de la ficción porque, a pesar de volver con música a mi Bogotá, al bombo y al pedal, el pasado estaba agujereado y los huecos se deben llenar.

Gracias, Charly,
por prender y apagar la luz.